lunes, 11 de octubre de 2010

Visita al zoologico - Reflexiones parrilleriles

Recorri el zoologico hoy (junto con otro miembro de esta cofradía) y no podía evitar clasificar cada animal que veía en comestible o nó. No podía dejar de asociarlo con alguna experiencia gastronomica... o descartarlo de mi registro gourmet.

Comestibles son todos (recordemos la sabia frase: todo bicho que camina...), pero traté de listar aquellos que ya habían marchado en algun tipo de receta, perparados de esta o aquella forma y acompañados siempre, por alguna copa de buen vino (o del vino que hubiera...).

El resultado me trajo muy buenos recuerdos, de los cuales rescato dos:
Las maras me recordaron liebres, que supe comer. De carne muy similar a la del conejo, bastante seca y desabrida, requería una condimentación extra. Recuerdo que comi liebre en el campo de unos amigos, donde también, en mis tiempos mozos, comí perdices. Aquí la felicidad se diluye un poco, porque cocinar las perdices, requería por supuesto, pelarlas, tarea bastante dificil (las plumas son muchas y muy chiquitas). Pero verlas retozar en la olla, cocinandose en medio de especias de todo tipo, atenuaba levemente el poco feliz momento previo.

Con los carpinchos, tanto yo como mis jugos gastricos, recordaron momentos mas felices. Tenía un amigo, cazador aficcionado (pero con armas profesionales), que mas de una vez volvió de su viaje de caza con un carpincho. Después hacía guisos y, recuerdo muy especialmente, chorizo de carpincho, con una carne bastante mas liviana.

La parrilla se lleva en la sangre. De la misma forma que el que es sacerdote no deja de ser sacerdote cuando se acuesta a dormir, todo aquel que acepta la fe parrillera, ve todas las experiencias a travez de esa lente tascendental.


Lo que me resultaba bastante mas dificil que recorrer el zoologico a travez de mis recuerdos gastronomicos, fue explicarle a mi hijo de dos años, que eso que dormía ahí era un tigre de verdad y que la foto que papá le muestra en la compu, es LA FOTO del tigre, no el tigre real. Ese polvoriento y aburrido mastodonte que mi hijo miraba con incrédula indiferencia, era un elefante, y no el video de la pagina de natgeo que los muestra corriendo en la sabana africana. El rinoceronte era esa masa amorfa que dormía en un rincón humedo y oscuro y el oso polar es eso que se calcinaba en los 25 grados de la primavera porteña.

Asi, dos generaciones con distintas reflexiones frente al mismo escenario.

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